Una de las facetas que nos dificultan llevar a cabo protocolos de actuación bien definidos y resolutivos es tener delante a la persona que los debe ejecutar con un prejuicio. ¿No les ha pasado a ustedes que sabiendo la solución de un problema en una granja-empresa, previo a una anamnesis completa y un preciso diagnóstico del caso, se encuentran que el interlocutor no quiere entender sus explicaciones ya que previamente él ya se ha formado su idea en la cabeza, que suele ser la misma que ha estado poniendo en práctica para resolver el problema sin éxito, y que no tenemos manera de hacerle comprender que está en un error?. Ya saben aquello de que, si haces lo de siempre te va como siempre, y si te va mal, cambia, por favor. Esto es derivado de algo tan común como los prejuicios, que se definen como una opinión preconcebida, generalmente negativa, hacia algo o alguien. Gordon Allport en su libro The Nature Prejudice publicado en 1954, definió prejuicio como la etiquetación que hacemos de manera negativa, sobre la base de una forma de pensar que adoptamos desde pequeños. Dicha forma de pensar es el resultado de la necesidad que tiene el ser humano de tomar decisiones firmes y concretas de manera rápida, tomando información generalizada que tiene y sin analizar su veracidad. Sabiendo que la aprensión, el recelo y la suspicacia son palabras similares, difícilmente se nos escapa el motivo que detrás de la misma subyace y que tan común, que no por ello racional, sea en estos momentos en muchas personas de todo ámbito y escalafón social.
Desde el punto de vista psicológico, es una actividad mental inconsciente que distorsiona la percepción real y que viene del latín praeiudicium – juzgado de antemano. No es menos infrecuente en la sociedad actual prejuzgar a alguien sin conocerle, lo que personalmente me parece grave, y más en una democracia donde todos somos inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Bueno, en algunos casos, algunos posiblemente podemos seguir siendo inocentes. Y en su defecto, releamos la novela ambientada en un cortijo de Extremadura de Miguel Delibes, “Los Santos Inocentes”, que bien refleja la “España profunda”, hoy conocida como la España despoblada, de la que algunos provenimos, o bien veamos la película de drama francesa de 2016 “Les Innocentes” (Las Inocentes) dirigida por Anne Fontaine.
En nuestra práctica técnica, el concepto del prejuicio se viene a conocer como sesgo, que es el error que aparece en los resultados de un estudio debido a factores que dependen de la toma de datos, su análisis, interpretación, revisión y publicación, que pueden conducir a conclusiones que no se ajustan a la verdad. Este error puede ser sistemático o no, y es diferente al error aleatorio. ¿Cuántas veces hemos estado delante de unos resultados de unas pruebas realizadas, en numerosas ocasiones, con un número muy pequeño de animales, pero eso sí, con muchas réplicas que lo hacen significativo sí o sí, y algo nos dice que los resultados difícilmente son extrapolables a la realidad y que los porcentajes de mejora de algunos parámetros son desorbitados? En muchos casos su presentación ya lo dice todo, pero eso no lo es todo, y al menos en no pocas ocasiones, cuando los analizo con detenimiento, los que parecían peores son mejores y viceversa. Para ello, liberarme de prejuicios es esencial, así como del dicho castellano de que “vista la caseta, visto el melonar”.
Y para terminar de precisar sobre si el prejuicio es fundado o infundado, tan solo me voy a lo que la RAE nos dice al respecto. Infundado o infundada, en lenguaje inclusivo, es aquello que carece de fundamento real o racional. Por lo tanto, cabe esperar que sea cual fuere el apelativo al prejuicio, tenga según Allport una connotación negativa. Evitémoslos entonces.
“Abrigaremos una multitud de prejuicios si no nos decidimos a dudar, alguna vez, de todas las cosas en que encontremos la menor sospecha de incertidumbre” – René Descartes (1596-1650) – Uno de los protagonistas de la Revolución Científica.
Por Antonio Palomo Yagüe – ADM SETNA
