Demasiado tarde

La muerte o ausencia prolongada de una persona suele ser una inmejorable ocasión para valorar en su justa medida lo que dicha persona aportaba a tu vida. Todos tenemos a nuestro alrededor alguna persona que por su cercanía, familiaridad o exceso de confianza no alcanzamos a apreciar su valor y lo que supone para nuestras vidas, solemos minusvalorarlas e incluso, en muchos casos, ningunearlas y hasta despreciarlas pero, la ausencia definitiva de esa persona, su muerte, la transforma en omnipresente y se nos aparece en todos y cada uno de los momentos, ocasiones y rincones del día a día en los que, hasta entonces, pasaba desapercibida.

La persona que hasta su muerte te resultaba invisible, como decía, se te aparece en cada uno de los recovecos de tu vida y es entonces, quizás demasiado tarde, cuando la valoras. No se crean que este fenómeno nos ocurre sólo con las personas sino que es trasladable a cuestiones como la salud, a entidades, lugares, colectivos, etc. que nos acompañan a lo largo de nuestra vida y que debiéramos valorar y apreciar en su justa medida pero también en su justo momento y no, como señalaba antes, demasiado tarde, cuando no hay marcha atrás.

Esta mini reflexión viene a cuento de un comentario de un propietario forestal que me detallaba una conversación mantenida con un guarda forestal, colectivo crítico con la política forestal impulsada en las últimas décadas desde las instituciones y desde el colectivo de propietarios forestales, que alarmado por las gravísimas consecuencias de la enfermedad de la banda marrón en nuestros pinares, le llegó a manifestar al propietario su pesar por dicha situación y le reconoció que los denostados pinares cumplían una importante función medioambiental, más concretamente, desde el punto de vista de la biodiversidad.

Algo similar nos ocurre con la ganadería extensiva desarrollada en nuestras montañas y más concretamente, con aquellos ganaderos que, haciendo o no la añorada trashumancia, suben a los pastos montanos y se les aboca a convivir con todo tipo de alimañas y fauna salvaje, se les atemoriza con la reintroducción de especies como el lobo o el oso, se les complica la vida con todo tipo de ilógicas normativas y excesos burocráticos, se les niega las condiciones de vida digna más básicas y así, suma y sigue, hasta que los maltratados ganaderos decidan arrojar la toalla, cambiar de raíz su manejo ganadero extensivo hacia un modelo intensivo o, lo que es peor, se les dirige, sí o sí, hacia un callejón sin salida. Mejor dicho, sí que tiene salida, pero es la salida del sector.

Por todos estos casos y otros muchos que me anidan en la cabeza, con el ánimo de ahondar en la cuestión, ahora que me encuentro en vísperas de iniciar mi periodo vacacional, he decidido que voy a releer “El coste de la No Agricultura en el País Vasco” que allá por el año 2006 redactaron tres profesores de la Universidad Pública Vasca (Juan Ramón Murua, Begoña Eguía y Eduardo Malagón) y del investigador del CITA aragonés, José Albiac, editado por el Gobierno Vasco, que con un planteamiento académico, al mismo tiempo que divulgativo, ahondando en las consecuencias que una progresiva e imparable desagrarización conllevaría en facetas como el medio ambiente, el equilibrio territorial, patrimonio natural, la cadena alimentaria, empleo y actividad económica, la gastronomía, el comercio local, la cultura autóctona, etc.

El equipo redactor plantea una serie de escenarios en función del porcentaje de desagrarización y su correspondiente coste o consecuencia económica pero, más allá de las cuestiones numéricas y en línea con los casos antes planteados, creo que es más que pertinente que el conjunto de la sociedad (con sus responsables institucionales en la vanguardia) y particularmente, todos y cada uno de nosotros en cuanto que somos consumidores de alimentos, hagamos la oportuna reflexión sobre las consecuencias que conllevaría en nuestras vidas la desagrarización, desde el escenario más moderado hasta el más traumático, incluso si se llegase a la ausencia total del sector agrario.

Las consecuencias reales y palpables del abandono agrario y de la progresiva concentración de la población en los núcleos urbanos serían, en mi opinión, de tal calibre que, más allá de los pelos como escarpias que me provoca sólo pensarlo, debiéramos, entre todos, impulsar y adoptar toda una batería de medidas encaminadas a erradicar, o al menos pausar, la impepinable cuesta abajo, no vaya a ser que, como ocurre con los fallecidos, echemos en falta a nuestros agricultores, las tareas que realizan y los beneficios que aportan al conjunto de la sociedad, una vez que sea demasiado tarde. “Agua pasada no mueve molino” dice el refrán al que recurro para que ilustrar lo que nos puede pasar en la molienda de nuestras vidas si dejamos secar el caudal del agua de la vida.

Termino con la impresión de que me ha quedado un artículo demasiado pesimista y triste. Prometo volver, no demasiado tarde, más optimista.

Xabier Iraola Agirrezabala